LAS APARIENCIAS ENGAÑAN
Los niños veían a
una persona desaliñada, mal vestida, harapienta, muy dejada y maltratada por la
vida; sus cabellos eran una maraña de pelos que se enredaban en su barba
blanca; sus ojos eran pequeños pero con una mirada muy intensa que le delataba
como gran observador; su nariz aguileña
era bastante prominente; sus labios los tapaba la espesa barba y el bigote, que estaban totalmente canosos; su voz era
cálida, aunque algo socarrona. Quizás porque veía la vida desde un plano diferente
al nuestro, pues no creía en los bienes materiales. Su aspecto en general era
de suma dejadez, sus ropas eran viejas, rotas y muy sucias. A los críos nos
daba respeto, aunque verdaderamente era miedo, pero yo no podía decírselo a mi
padre porque eran de los que decía que a las personas había que conocerlas
antes de tomar semejante decisión.
Veníamos de la
feria del pueblo de al lado, caminando por la carretera, entre las frondosas sombras
que daban los plataneros. Una figura
encorvada se iba acercando a nosotros. Era
ese hombre que iba con rumbo a ningún sitio, pues no tenía a nadie. Al llegar a
nuestro lado, yo me aferré a la mano de
mi padre, buscando protección. Mi padre
notó mi incomodidad y no dudó en ningún momento; se saludaron, y estuvieron
hablando ensimismados, sin acordarse de mí, hasta que mi padre me presentó y me hizo darle la mano
con el saludo pertinente. Después de esto, mi progenitor le preguntó ¿hacia dónde se dirigía y qué iba a hacer?, a lo que el hombre contestó sin ninguna dilación:
“a vivir la vida”.
Después de
intentar de todas las maneras posibles convencerlo de hospedarse en casa, no lo
consiguió. Lo más que consistió fue a
que le dejáramos dormir en la barraca que teníamos en el campo. Le acompañamos
y adecentamos un poco el lugar para que el hombre pudiera acomodarse;
seguidamente fuimos a casa a buscar algo
para comer y un poco de ropa limpia. Conseguimos que se quedara unos días.
Durante esos días me ocupé de llevarle la comida y aquél extraño se fue
convirtiendo en un manantial de sabiduría.
Cuando hablaba, su voz me envolvía y me hacía partícipe de lo que explicaba; tenía una humanidad pasmosa, era culto, pero lo más interesante de todo, era su
filosofía de vida y la forma de
afrontarla. No deseaba nada que
perjudicara a la naturaleza, creía firmemente en la humanidad, y en sus mínimas
pertenencias había lo más básico: unos cubiertos, un pequeño cazo de aluminio,
una toalla, un pedazo de jabón, y poca cosa más.Recuerdo que le pregunté por
qué vivía así, y me contestó: “yo nací en una familia rica. Desde pequeño lo
tuve todo, juguetes, los mejores colegios, abría la boca y ya tenía lo que había pedido hasta
que fui al servicio militar, donde me tocó viajar a África. No consentí que mi
familia intercediera por mí para conseguir un destino mejor. Allí me di cuenta de
que no era feliz, de que lo que yo quería era vivir la vida sin más, con mis
manos y mi inteligencia. Acabado el servicio militar desaparecí, me fui a ver
mundo y acumular vivencias. Ahora es mi mayor tesoro y eso lo tengo que
agradecer a todas las personas que he ido conociendo a lo largo de mi vida incluyéndoos
a vosotros.
Estuve cuatro
días disfrutando de sus vivencias, pero al quinto desapareció y no volvimos a saber más de
él. En mi mente guardo un grato recuerdo.
El pequeño vaporista.
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